El arte como elemento liberador

Daniel Domínguez

Autor: José María Torrijos Legazpi
Foto: Javier Sucre

Daniel Domínguez es un claro convencido de que la comunidad, la educación, y el arte marcan el rumbo de una persona. Él es un ejemplo de esto. La vida de este periodista, uno de los máximos referentes del área cultural de Panamá, está marcada, entre tantas otras cosas por dos elementos: Su infancia en el barrio de San Felipe, y esa temprana aproximación al cine. Domínguez creció entre imágenes: las que le regalaba su vecindario, y las que observaba en la gran pantalla. Durante 28 años, el también docente registó el devenir cultural de Panamá en las páginas del periódico La Prensa; responsabilidad que tuvo que dejar a un lado cuando en julio de 2019 se convirtió en director de las Artes del Instituto Nacional de Cultura, ahora Ministerio de Cultura.

¿Cuál es tu primer recuerdo de la ciudad de Panamá?

Si el momento mágico para Aureliano Buendía fue cuando su padre lo llevó a conocer el hielo, mi primer recuerdo citadino fue cuando mi madre me llevó a una sala de cine a los cuatro años de edad. Me confió que era un lugar donde contaban historias con imágenes y palabras, que era como una cueva donde uno se perdía y al final de la película regresaba al presente, a la realidad. Era un domingo a inicios de la década de 1970. Por alguna razón, que no he preguntado, no fui a una sala en San Felipe, mi barrio, sino al Roosevelt, ubicado en Carrasquilla. En cuanto pude, convencí a mi madre de que podía ir solo al cine. Como a los 10 años, hacia un peregrinaje por todas las salas que habían en San Felipe, Santa Ana y la Avenida Central. Iba de viernes a domingo a alimentarme de celuloide en las salas de cine.

Eres de San Felipe, ¿cuánto influyó ese barrio en tu desarrollo como ser humano?

Era un barrio especial. Resultado de la amalgama entre el hombre y la mujer del campo que venía a la ciudad capital en busca de cumplir sus sueños y el citadino que creía posible los sueños propios y los ajenos. Era la amalgama con el inmigrante español, residente en Panamá. La fusión de orígenes y procedencias, donde no recuerdo sentirme diferente porque yo, o el otro, no era igual a mí o viceversa. La gran mayoría de los habitantes de San Felipe éramos de clase trabajadora y no había espacio para sentirnos mejor que nadie ni en lo económico ni en lo social. San Felipe también era mi enorme parque de diversiones, sus calles eran mi campo de béisbol (aunque era pésimo en esas lides deportivas) o jugar a “la lleva” entrando y saliendo de edificios que por aquellos días no tenían verjas en las ventanas ni puertas de hierro en sus umbrales. Sus playas las recorría con mis perros Benji y Daisy, para ir detrás del viento y de la marea. Era también un gozo aprender qué había ocurrido en cada una de las iglesias y en los principales edificios de ese sitio histórico, para contarlo luego a los que yo les servía, emocionado, de guía turístico empírico. Sí, sé que los recuerdos sobre mi barrio suenan idílicos y, por ende, alejados de lo real; pero la notable mayoría de las experiencias fueron positivas. Cada quien sabía quién tenía problemas con el alcohol en el vecindario y sabía de ese que caía en la tentación de quedarse con lo ajeno y el que se escapaba de la escuela para irse a jugar baloncesto en El Malecón. Porque San Felipe era un lugar donde todos los vecinos del inmueble de alquiler y baños comunales donde yo residía éramos una sola familia y familia éramos también de los vecinos del edificio del frente.

¿Cómo es la ciudad de Panamá con la que sueñas?

Sueño con una ciudad que se parezca al San Felipe de mis recuerdos, que seamos más vecinos y amigos que seres casi extraños que comparten solo lo necesario. Una ciudad ordenada, donde existan más aceras, más parques y más áreas verdes, para que podamos pasear, respirar un aire libre, para hacer ejercicios, para leer, para comer una merienda, para vivir mejor. Que podamos caminar por las calles sin andar con los ojos bien abiertos ante cualquier indicio de peligro. Que el agua potable llegue a todos por igual. Que la basura no se transforme en un dolor de cabeza. Que la civilización de los muchos ayude a educar la condición de bárbaros y salvajes de unos pocos que hacen demasiado ruido y que son hijos legítimos de ese odio y esa destrucción que no permiten que lo bueno perdure. Que la educa-ción y la curiosidad por aprender sean el reemplazo de ciertos vacuos entretenimientos que distraen en vez de edificar a los seres humanos.